domingo, 16 de agosto de 2009

¿A DÓNDE VAN LOS MUERTOS?

LA SUPERVIVENCIA DEL ALMA

 La palabra «alma, que en el Nuevo Testamento aparece netamente como una entidad espiritual, superior al cuerpo -origen y razón de todos nuestros atributos y sentimientos morales-, en el Antiguo Testamento la encontramos con el nombre de nefesh, la cual es empleada en tres sentidos diferentes, a saber:

1. En muchas ocasiones la palabra nefesh no significa otra cosa que «yo mismo», o «el mismo», por ejemplo, en 1 Samuel 18. 1; Isaías 46. 2; Salmos 3. 3; 7. 3; 71. 1, y algunos otros textos, en todos los cuales la palabra «yo», en el original, es «mi alma» (nefesh).

2. La misma palabra es usada en la Biblia con referencia a los sentimientos morales y espirituales de las personas. Según leemos en innumerables textos del Antiguo Testamento, la nefesh tiende al mal (Gn 6. 5 y Ro 7. 59), pero en los piadosos aspira a Dios (Sal 42. 2; 63. 1; 103. 1; 104. 1); es la sede del amor y del odio, según Gn 34. 3; 44. 30 y Sal 34. 2. Asimismo leemos que la nefesh descansa en Dios (Sal 62. 1, 5).

3. Pero la misma palabra nefesh es usada para designar la sangre física en Gn 9. 4; Lv 7. 27; 17. 11; sin embargo, el hecho de que la misma palabra sea usada para designar los atributos morales del ser espiritual, demuestra que en los lugares en donde se refiere al elemento físico de nuestro cuerpo es en un sentido figurado, como, por ejemplo, cuando decimos que en Nueva York viven siete millones de almas, aplicando la idea tanto a los cuerpos como al ser espiritual; o que en la Guerra Europea perecieron diez millones de almas; o cuando declaramos ante una mala noticia: «Me has clavado un puñal en el alma.» Todos entendemos que tanto la palabra «puñal» como la palabra «alma» son términos figurados que de ningún modo debemos materializar. Tampoco podemos hacerlo cuando parece ser aplicada a estos pocos litros de hemoglobina o glóbulos rojos que corren por las venas y arterias de nuestro cuerpo.

La razón de este triple uso de la palabra nefesh -del que tanto abusan los llamados Testigos de Jehová- es porque el hebreo antiguo era tan escaso en palabras como rico en figuras. Por ejemplo, la palabra «fuerza» era designada con el nombre de «cuerno» porque los hombres primitivos habían observado que por esa parte de su cuerpo la ejercían los bueyes; y en las Biblias antiguas encontramos traducido de modo literal esta expresión, como puede verse en las versiones más antiguas de Reina-Valera, en los Salmos 18. 2; 59. 17; 75. 4; Lamentaciones 2. 17 y en muchas referencias simbólicas de Daniel y Apocalipsis.

En consecuencia, no es extraño que la palabra hebrea nefesh sea usada en diversos sentidos: algunas veces como el elemento físico que corre por nuestras venas, otras veces como aliento vital de hombres y animales, y otras como elemento espiritual. Así tenemos casos, como en el Salmo 141. 8, en que la palabra nefesh es usada, evidentemente, en sentido figurado, pues sería un gran absurdo leer: «No desampares mi sangre.» Al decir «no desampares mi nefesh», no podemos interpretar tal expresión de un modo literal. La razón es que los escritores de la Biblia no tenían una palabra para designar la sangre física y otra para el alma espiritual, como nosotros tenemos.

Debemos tener en cuenta que los antiguos hebreos, que fueron los primeros transmisores de una revelación divina progresiva, no habían tenido una revelación absoluta y perfecta de las cosas espirituales. Aun ni nosotros no la tenemos; por tanto, es natural que tuviesen un concepto, no diremos erróneo, pero si incompleto, de la personalidad humana y del más allá, puesto que fue Jesucristo quien vino a traer a luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio (2 Ti 1. 10).

Es cierto que los animales tienen un principio de vida que les diferencia notablemente de los objetos inertes y aun de la simple vida vegetal; pero ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento -ambos Sagradas Escrituras- se afirma jamás que ese aliento vital de los irracionales sobreviva a la muerte. En cambio, cuando se trata de seres humanos, surge esta afirmación en ambos Testamentos.

En el Nuevo Testamento la palabra «psique» equivale a la hebrea nefesh; pero aparece más claramente el significado espiritual en la palabra «psique», ya que al cuerpo se le llama en griego soma. Sin embargo, también se usa «psique», o sea, alma, en un sentido figurado, en textos como Hebreos 4. 12, donde leemos que «la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos; y que alcanza hasta partir el alma y hasta el espíritu, y las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón». Asimismo, en Mateo 16. 25 aparece la palabra «psique» en un sentido que tanto puede significar vida como alma espiritual, pero los versículos que siguen -26, 27- aclaran bien pronto el sentido figurado y el sentido real de la palabra «psique», al decir: «Cualquiera que quisiere salvar su “psique”, la perderá; y cualquiera que perdiere su “psique” por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma (“psique”)? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma? Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a su conducta.»

 

Por eso es absurdo el sentido literal y material que quieren dar a la palabra nefesh o «psique» los Testigos de Jehová, hasta el punto de dejar morir a las personas en un hospital por no mezclar «dos almas» -según piensan- en unas mismas venas, o el abstenerse de comer un pedazo de salchichón porque contiene -según este absurdo sentido literal- una parte del alma de un cerdo.

Y lo mismo de absurdo resulta al revés, si cerrando los ojos al sentido figurado aplicamos el sentido literal a un texto bíblico como Isaías 29. 8; 32. 6, donde leemos: «Cuando despierta, su nefesh está vacía.» ¿De qué puede estar vacía el alma, si se trata simplemente de sangre física? O cuando leemos en el Salmo 42. 2 ó en 63. 1: «mi nefesh tiene sed de Dios, del Dios vivo». ¿Puede la sangre tener sed -o sea, ardiente deseo- de algo? Pero el alma, en el sentido de ser espiritual, sí que puede tener ese vivo deseo de conocer a Dios y de estar en comunión con El.

Son, por tanto, erróneas las dos posiciones extremas en cuanto a la exégesis de tales textos de la Biblia. Por un lado los sectarios literalistas, que, apegándose a la letra, caen en el abuso que denuncia el apóstol Pablo cuando dice: «La letra mata, mas el espíritu vivifica»; y dejan morir a sus enfermos, por considerar pecado una transfusión de sangre.

Por otro lado, tampoco podemos comprender la posición de ciertos pastores liberales que unas veces creen que el hombre es un producto natural de la evolución, que su ser es la computadora del cerebro, y cuando éste queda destruido por la muerte se deshace su personalidad, y otras veces afirman que Dios volverá a restituírsela en el día de la resurrección.

Yo creo que ésta no es la enseñanza de la Biblia con respecto a la muerte y al más allá, sino que el ser humano vive una vida consciente entre la muerte y la resurrección, aunque en condiciones muy diferentes, en un mundo espiritual, y que la resurrección es un cambio de vida del espíritu que permitirá al ser humano volver a disfrutar de muchas de las condiciones de la presente vida en un plano mucho más elevado.

El porqué de la aparente confusión

¿Por qué aparece en el Antiguo Testamento tan confusa la vida tras la muerte, si también la primera parte de la Biblia es revelación de Dios?

Para entenderlo del modo debido es necesario tener en cuenta:

1. La ignorancia científica de los instrumentos que Dios usó para darnos su Palabra. Es cierto que los hebreos, al igual que otros pueblos antiguos, carecían de los conocimientos de anatomía y fisiología que nosotros tenemos hoy.

2. Igualmente carecían de los razonamientos filosóficos que no nos permiten atribuir a un elemento material los procesos intelectuales de la mente y el misterio del «yo» anímico. Todavía la Ciencia anda a oscuras sobre este terreno y cae en el mayor absurdo cuando trata de atribuir, no ya a la sangre, sino a las funciones del cerebro, aquellas cualidades superiores del alma humana, creada a imagen y semejanza de Dios, como son la razón, el conocimiento de uno mismo, las ideas creativas, el concepto de tiempo y la conciencia moral. ¿Quién es este «yo» que se alegra o entristece a la recepción de una noticia de uno u otro carácter? ¿Quién es ese «sujeto interno» que se condena a sí mismo cuando realizamos alguna acción contraria al supremo mandato divino de amor al prójimo? Sin duda alguna, es el «ente moral», que se muestra en nosotros muy por encima de la materia. Los escritores hebreos eran, humanamente hablando, tan ignorantes como todos sus vecinos de aquella época en cuanto a tales misterios, pero ¿con qué mejor declaración podían expresar las cualidades del alma humana que la frase Dios creó al hombre a su imagen y semejanza?

Es plenamente comprensible y lógico que el concepto de alma espiritual tuviera que formarse entre los hebreos por medio de figuras, porque ¿cómo podían entender los hombres primitivos que un ser espiritual, invisible, pudiera mover un ser físico, si no sabían nada de nervios que reciben impulsos electrónicos como resultado de funciones del cerebro que, obrando sobre los músculos, mueven, a voluntad del ser interior, los órganos físicos del cuerpo?

Tampoco es nada extraño -puesto que el derramamiento de sangre era la manifestación externa de la violencia y el crimen- que Dios mismo, acomodándose a la mentalidad del hombre primitivo, dictara disposiciones encaminadas a infundir respeto al derramamiento de sangre, y reglas que en nuestro tiempo parecen pueriles, pero que no lo eran en el tiempo cuando fueron promulgadas.

Todo ello no es, por tanto, ninguna razón para hacernos dudar de la inspiración y autoridad de la Biblia, ya que la verdad de la existencia del alma como ser espiritual -que vemos completada más tarde con la venida de nuestro Señor Jesucristo- aparece ya en ciernes en los textos bíblicos del Antiguo Testamento.

Por ejemplo, en Eclesiastés 12. 7 aparece bien marcada la diferencia entre la parte material y la espiritual del hombre, cuya separación se cumple en el momento de la muerte, cuando leemos: «El polvo se vuelve a la tierra, y el espíritu a Dios que lo dio.»

La misma palabra «expiró», en hebreo, que se encuentra en Génesis 49. 33, indica -al igual que los pasajes más claros del Nuevo Testamento, como Filipenses 1. 23 y 2 Pedro 1. 14- la separación entre cuerpo y alma que tiene lugar en la muerte, ya que la partícula «ex» significa siempre en hebreo «salir». Todos sabemos que éxodo significa «salida», y tenemos un libro en la Biblia con este título que cuenta la salida del pueblo de Israel de Egipto. La misma raíz gramatical «ex», y la lógica, indican en la Biblia que la palabra expirar significa salir el alma del cuerpo.

La expresión «reunir con sus padres», que tantas veces ocurre en el Antiguo Testamento, puede ser considerada como una alusión indirecta a la supervivencia del alma, pues significa algo más que desaparecido de la Tierra o seguir la suerte de sus antepasados. No se puede reunir lo que ha dejado de ser. Jesús aclarará, siglos más tarde, el sentido de esta expresión tan repetida en las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, cuando explica a los saduceos que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, puesto que todos viven en El (Mt 22. 32).

El texto favorito de los partidarios del «sueño de las almas» es Eclesiastés 9. 5, 6, donde leemos:

“Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido. También su amor y su odio y su envidia fenecieron ya; y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol”.

Este texto indica, naturalmente, la completa separación de los fallecidos de las cosas de este mundo y su imposibilidad de tomar parte en los asuntos de la Tierra, pero no de aquello que está «más allá del Sol» -o sea, pertenecientes al mundo espiritual-, pues ningún espíritu humano posee cualidades metafísicas de omnipresencia, que sólo podemos atribuir a Dios. Los seres humanos que están más allá ocupándose de cosas espirituales es natural que no puedan ocuparse de las de acá.

Debemos tener en cuenta, además, que los autores hebreos, cuando hablan de la morada de los muertos, están refiriéndose al «Seol» hebreo, llamado en otros términos «el seno de Abraham», no al Paraíso de Dios que nos descubre el Nuevo Testamento y que el apóstol Pablo nos declara en 2 Corintios 12 que visitó. Por esta razón es que las declaraciones sobre el más allá de la muerte que nos presentan los antiguos hebreos tienen siempre un cariz pesimista que no cabe de modo alguno en la concepción del Cielo cristiano.

Sin embargo, en el Salmo 49 hay dos referencias bastante claras a la supervivencia del alma humana, en contraste con «las bestias que perecen» (vv. 15 - 19). Todo el Salmo es un contraste entre los justos y los impíos; todos ellos van al Seol, en el sentido de sepulcro -significado que también tenía la palabra hebrea Seol-, y su suerte parece ser exactamente igual que la de los irracionales; pero hay una gran diferencia entre el hombre y las bestias, pues dice el salmista: «Dios redimirá mi vida del poder del Seol, porque él me tomará consigo» (v. 15). Mientras que los impíos, que no tienen quien les redima, irán -sus espíritus- a reunirse con sus antepasados (versículo 19), pero en cuanto a sus cuerpos son semejantes -no dice exactamente iguales, pero sí parecidos- a las bestias, que perecen y dejan de ser. La expresión final «que perecen» implica en sí misma una diferencia notable entre el hombre y el animal.

Cuando leemos en el Salmo 1: «El bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días», comprendemos de un modo indudable que se refiere proféticamente a la casa eterna del Cielo, según 2 Corintios 5. 1. Interpretar esta última frase como la casa de Jehová en Jerusalén (que cuando David escribió este Salmo no era casa, sino un tabernáculo) sería una regresión de pensamiento, de ningún modo admisible después de haber dicho «todos los días de mi vida».

Lo mismo puede decirse del Salmo 73. 24, 25, donde leemos: «Me has guiado según tu consejo, y después me recibirás en gloria.» ¿Qué significa esta expresión sino la misma idea de Pablo cuando habla de «ser desatado y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor»? Es la misma afirmación que hallamos en Eclesiastés 12. 7, un texto perteneciente, del mismo modo, al Antiguo Testamento.

La respuesta de los Testigos de Jehová y demás partidarios del sueño de las almas es que el espíritu, en el referido pasaje y en otros paralelos, significa aliento vital inconsciente, pero ello es un subterfugio ilógico, pues sabemos que los ángeles -y Dios mismo- son espíritus, pero no son de ninguna manera inconscientes. El espíritu nunca lo es.

En Deuteronomio 18. 11, donde Dios prohíbe invocar a los muertos, y en 1 Samuel 26, cuando Saúl llama por medio de una sonámbula al espíritu de Samuel, hallamos en ambos casos dos claras referencias a la supervivencia de las almas.

En el primero vemos que aun cuando Dios condena la práctica de evocar los espíritus de los muertos, por el peligro que significa el entrar, mediante las facultades parapsíquicas de ciertos individuos, en comunicación con un mundo invisible, poblado de espíritus malignos, no niega el pasaje tal posibilidad, sino que lo prohíbe. Habría sido lo más propio y sencillo, al condenar tal práctica pagana, decir al pueblo de Israel: Los rafaim no existen y, por tanto, es inútil tratar de evocarles, tal como se dice de los dioses falsos; pero no es esto lo que hacen los profetas por mandato de Dios. En Isaías 14. 9 - 19 se habla del Seol como un lugar o morada de los rafaim -o espíritus de personas fallecidas-, como explicaremos detalladamente en el próximo capítulo.

Es, por consiguiente, un absurdo propio del racionalismo escéptico decir que la idea de la supervivencia del alma es una doctrina pagana de origen platónico, desconocida en el Antiguo Testamento, la cual se introdujo en el cristianismo al ponerse la fe cristiana en contacto con el pensamiento griego. No, de ningún modo. Centenares de años antes de que Sócrates hablase de la inmortalidad del alma y Platón escribiera el Protágoras y el Fedon, ya los antiguos profetas hebreos se habían referido a la muerte, en muchos pasajes de la Biblia, de un modo indirecto, como una separación entre el cuerpo y el alma, y de un modo directo y clarísimo en el antes citado versículo de Eclesiastés 12. 7.

Lo que sí podemos afirmar es que después de la venida de Cristo se hace más clara la idea de la supervivencia del alma, en textos tales como Lucas 12. 4; 16. 9 - 31; 23. 43, y en muchos otros a través de todo el Nuevo Testamento. De un modo bastante claro y enfático lo expresa la promesa de Jesús al ladrón arrepentido: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» La estratagema de poner una coma al texto griego -que no la tiene- para hacer decir a Jesús: «De cierto, de cierto te digo (hoy), que estarás conmigo en el paraíso» es totalmente forzada e ilógica, ya que el ladrón colgado en la cruz sabía muy bien que Jesús se lo decía en aquel día; pero la forma natural y no forzada del texto pone en conocimiento del moribundo una seguridad que le tenía que regocijar en gran manera, al saber que aquel mismo día estaría, si no gozando sobre la Tierra del reinado mesiánico, como había sido su petición (pues el tiempo no había llegado para el cumplimiento de tal esperanza religioso-política de los judíos), por lo menos estaría con Su Mesías Redentor -en quien había creído- en el paraíso de los patriarcas a donde ambos se dirigían. Tal idea es confirmada por la última exclamación de Jesús: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.»

Otra evidencia de la supervivencia de las almas en el mismo momento de la muerte física es la exclamación del primer mártir de la fe cristiana, Esteban: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7. 59).

Es cierto que los apóstoles, más que la supervivencia del alma, predicaban la resurrección de los muertos, ya que ella es otra de las verdades bíblicas; y no es extraño que lo hicieran teniendo en mente la antigua doctrina de los judíos, particularmente de la secta de los fariseos, pues tenían interés en atraer a la doctrina cristiana a los judíos más ortodoxos, cuya esperanza se cifraba en esta promesa bíblica. Es la táctica que observamos en Pablo ante el sanedrín (Hch 23. 6 - 10).

Como hemos hecho notar en otro lugar, los creyentes del primer siglo esperaban que la resurrección de los muertos y el establecimiento del Reino de Dios sobre la Tierra iba a tener lugar en sus propios días; pero el estudio atento de pasajes inequívocos del Nuevo Testamento demuestra que creían ambas cosas. Nosotros, como cristianos del siglo XX, no podemos limitarnos a la enseñanza judía de la resurrección del cuerpo al fin del mundo, puesto que no lo hicieron los apóstoles, ni los primeros cristianos, ni siquiera los más acérrimos judíos educados en la creencia de la resurrección, como Pablo. Algo muy extraordinario debía de haber ocurrido que motivaba este radical cambio de creencia acerca del futuro inmediato de los fallecidos, ya que la idea de la separación del alma del cuerpo podemos hallarla, en principio, aun en el Antiguo Testamento -como hemos visto-, y la idea de la bienaventuranza de las almas Pablo la expresa de un modo tan claro en sus cartas, reconocidas por la crítica como anteriores a la influencia platónica sobre el cristianismo. ¿De dónde sabía Pablo que «ser desatado y estar con Cristo es mucho mejor» y que «en tanto que estamos en el cuerpo peregrinamos ausentes del Señor»? Evidentemente, este conocimiento le había venido por revelación y, particularmente, por su experiencia -que narra en 2 Corintios 12. 1- de su visita al mismo paraíso. Que tal era la esperanza de los primeros cristianos está demostrado no solamente por el Nuevo Testamento sino por el testimonio extrabíblico más antiguo.

Uno de los primeros cristianos de cuyo martirio tenemos noticias detalladas -y no solamente la mención de su muerte- es de Justino Mártir, de quien sabemos que cuando el procónsul Rufus le preguntó: «¿Supones que si fuerais azotados y vuestras cabezas cortadas subiríais al Cielo, donde seríais honrados y recompensados?» Justino le contestó: «¡No lo supongo, lo sé y estoy plenamente convencido de ello!»

¿Habría sido ésta la respuesta del noble mártir si los apóstoles no hubiesen hablado del porvenir feliz inmediato, de las almas tras la muerte, sino como un sueño inconsciente?

La supervivencia del alma y la inmortalidad

Queremos hacer notar a nuestros lectores que escribimos «supervivencia», no inmortalidad, como suele decirse erróneamente en muchos casos. La razón es que, en términos teológicos estrictos, solamente Dios posee el atributo de la inmortalidad. El apóstol Pablo, escribiendo a Timoteo, dice: «Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos» (1. Ti 1. 17). Y en el capítulo 6 del mismo libro aclara: «hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual a su debido tiempo mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el dominio sempiterno. Amén.»

Esto significa que toda la vida del universo depende de Dios; si El quisiera, en un instante, todo lo que existe dejaría de ser. Hablando de Jesucristo -del Jesucristo de los evangelios, pero en su carácter de Verbo de Dios y Creador- dice el apóstol Pablo: «Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten». La palabra «subsisten» indica que continúan teniendo existencia en El, por Su voluntad. Ningún ser en el Universo es inmortal como atributo propio; todos dependemos de Dios.

Algunos teólogos de la Edad Media se atrevieron a decir que el infierno es eterno porque las almas son eternas, y como no pueden morir, Dios se ve obligado a atormentarlas eternamente, aun en contra de su voluntad. Esto no es cierto, ya que nadie es inmortal, aparte de Dios.

La idea de inmortalidad intrínseca de las almas fue una idea platónica de filósofos griegos que no tenían la revelación divina y, por tanto, carecían de un conocimiento claro de Dios, mientras que la de supervivencia de las almas tras la muerte es esencialmente bíblica.

Algunos pensadores cristianos creyeron haber hallado apoyo, para la creencia en la inmortalidad esencial de las almas, en las palabras de Jesús al comparar a los resucitados con los ángeles, en Lucas 20. 26; pero el propósito del Señor en este pasaje no es otro que el de darnos la preciosa seguridad de que los verdaderos creyentes, los que habrán sido hallados «dignos de la primera resurrección (Ap 20. 5), no volverán a morir», porque el Hijo de Dios les ha dado la promesa de vida eterna y nunca más se volverá atrás de ella. Son como los ángeles obedientes, que pasaron ya con éxito la prueba del pecado y permanecieron fieles. Para unos y otros Dios va a ser el Dios fiel y verdadero que cumple lo que promete.

En este pasaje Jesucristo no hace sino ratificar sus constantes promesas de vida eterna que aparecen con tanta frecuencia en el evangelio de Juan, e inicialmente también en los demás evangelios; por eso es que al propio mensaje de Jesús se le llama «Evangelio» (Buena Nueva); no puede haber mejor noticia para seres mortales como somos los humanos que una promesa de vida eterna (Jn 6.  67 - 69).

De la narración de Génesis 2 se desprende que Dios concedió al primer hombre la inmortalidad, pero éste la perdió por su pecado, para sí mismo y para su descendencia (Ro 5. 12-21 y 1 Co 15. 21); mas la inmortalidad como don de la gracia de Dios es recobrada en virtud de la obra redentora del segundo Adán (Ro 5. 24; 6. 23). Este privilegio comprende dos etapas:

1. La supervivencia del alma sin cuerpo. (Véanse Fil 1. 23; 2 Co 5. 1 - 10 y muchos otros textos que se refieren a los muertos como seres existentes y conscientes.)

2. La provisión de un cuerpo nuevo mediante la resurrección (1 Co 15. 35 - 57.  He 11. 40; Lc 20. 38 y Ap 6. 9; 20. 4.) Entretanto, aun cuando Pablo declara que «ser desatado y estar con Cristo es muchísimo mejor» (Fil 1. 23), la ausencia del cuerpo es un estado incompleto hasta que Dios conceda a los espíritus glorificados el nuevo cuerpo resucitado, cuando se haya completado el número de los redimidos. Por esto es que en Hebreos 11. 39 se dice de los fieles de la Antigüedad:

«Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido: porque Dios había provisto para nosotros algo mejor, para que no fuesen ellos perfeccionados o completados (teteiothosi) sin nosotros.»

La expresión teleiothosi, derivada de la tan bien conocida palabra teleios: «consumado es», que pronunció Jesús al concluir su obra redentora, significa algo completo o acabado[1]. Para Dios sólo son completos los cuerpos glorificados, que Pablo llama cuerpos celestiales, o sea, de una condición superior. Dichos cuerpos, según vemos en el caso del Señor Jesús resucitado, tienen la facultad de atravesar materia, esto es, deshacerse electrónicamente y formarse de nuevo, hasta el punto de que el cuerpo de tal modo restituido puede comer y beber (Lc 24. 39 - 43 y Gn 18. 1 - 33). Este fenómeno era totalmente incomprensible para las antiguas generaciones, que desconocían la composición de la materia según la teoría atómica. Aun para nosotros no es comprensible cómo millones de átomos pueden atravesar las paredes y volver a juntarse. Sólo concebimos que pueden operar y producir ciertas vibraciones en un aparato de radio o televisión, pero nos es totalmente inimaginable e inexplicable lo que nos dice la Sagrada Escritura acerca de los cuerpos celestiales, tanto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo, en el caso de los ángeles (Jue 6. 11 - 24). Sin embargo, no es tan inconcebible como lo había sido en el pasado para los hombres de muchas generaciones, que habrían dicho, obstinadamente, que era imposible, lo que para nosotros, hoy, es tan sencillo y común. ¿Seremos nosotros tan obtusos, acerca de las posibilidades espirituales, como lo habrían sido ellos ante los «milagros» de la electrónica?

Los espíritus desencarnados se sienten, sin duda, felices y completos en el sentido espiritual, en la compañía de nuestro Salvador. Pero sabemos que un día han de quedar completos en todos los sentidos, al recibir un nuevo vestido ultrafísico, por un portentoso milagro del poder de Dios: la resurrección, que les -o, mejor dicho, nos- concederá las facultades que nos hacen prever las declaraciones del Salvador (véanse Mt 26. 29; Mr 14. 25 y Lc 22. 16).

Sin embargo, los espíritus deben de ser seres conscientes, ya que a renglón seguido, refiriéndose a los mismos héroes de la fe que acaba de citar (pues el original griego no tiene división de capítulos), el autor de la carta a los Hebreos dice: «Teniendo, pues, alrededor nuestro una tan grande nube de testigos, corramos con paciencia la carrera que nos es propuesta.» ¿Puede ser testigo de algo un ser inconsciente? Si se intenta desviar el concepto de testigos a un sentido figurado, diciendo que dicha palabra en griego significa también mártir, además del de espectador de una escena, podemos replicar que algunos de los héroes de la fe mencionados en Hebreos 11 nunca fueron mártires. ¿No tenemos, pues, que interpretar dicha palabra en el sentido de que conocen, juzgan y comparan nuestros procederes en el mundo porque ven y conocen lo que hacemos, de algún modo que ahora no nos es dado saber, aunque a causa de su nueva condición de vida puramente espiritual no pueden tomar parte en nuestras cosas?

Algunos años atrás era mucho más difícil imaginarnos semejante posibilidad, pero hoy día no lo es tanto, ya que constantemente somos testigos de cosas que ocurren en otras partes del mundo sin que nosotros estemos presentes, ni lo estén tampoco los protagonistas de tales escenas, simplemente mediante una pantalla de televisión. ¿No puede ocurrir algo semejante con nuestros amados que están en la gloria? Porque nosotros hemos descubierto en estos últimos años algún pequeño detalle de este maravilloso Universo de Dios, ¿nos imaginaremos que tenemos posibilidades que El no tiene? Así que es bien posible que este texto exhortativo del inspirado autor de la carta a los Hebreos encierre tal posibilidad, aunque nosotros no podemos asegurarlo de un modo absoluto.

La frase de Jesús «la noche viene cuando nadie puede obrar» que citan algunas veces los partidarios del sueño de las almas para defender su opinión, se refiere, naturalmente, a este mundo, no al mundo espiritual; y Jesús mismo aclara este sentido al añadir: «Entretanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo.» El mundo está dejado a prueba por algunos siglos hasta la «gloriosa manifestación del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo». De ahí que en el tiempo de su kenosis el mismo Salvador se afanara tanto -apenas dando reposo a su cuerpo físico- para llevar a cabo su ministerio terrenal, y nosotros tenemos el deber de imitarle; pero se trata de ser luces en el mundo entretanto que estamos en el mundo, y, por tanto, nada tiene que ver esta frase con las actividades del más allá.

A nuestro entender, el negar la existencia consciente del alma después de la muerte no hace sino oscurecer la gloriosa esperanza que tenemos los cristianos de la resurrección. Que la resurrección es uno de los grandes misterios de Dios -incomprensible e increíble para el que carece de fe en lo sobrenatural- lo comprendemos. Ya es bastante difícil de por sí, pero ¿por qué hacerlo más difícil con la negación de la supervivencia del alma? Esta es tácitamente afirmada en aquel pasaje en que Pablo habla precisamente de la resurrección, al decir: «Traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. 1 Ti 4. 14» ¿Qué es lo que traerá Jesucristo en su venida sino espíritus conscientes y deseosos de ser revestidos con cuerpos celestiales que les permitan volver a ser lo que fueron en vida, pero en condiciones muy superiores y más ventajosas que las que disfrutamos por unos pocos años durante nuestra existencia terrenal? ¿Acaso tendría algún significado decir que Jesús traerá consigo a personalidades individuales que formaron parte de cuerpos vivos pero que vinieron a quedar inconscientes por falta de cuerpo? ¿No es complicar con todo ello el misterio de la resurrección?

Pablo dice que va a dar a tales espíritus desnudos un nuevo vestido: el cuerpo de gloria; pero el hecho mismo de hallarse desnudos de cuerpo significa que existen en una vida consciente, y lo demuestran muchos textos ya citados, además de las afirmaciones de que aun tal estado de desnudez de cuerpo es bienaventurado e imponderablemente mejor que la posesión de un cuerpo mortal. Sobre todo en los días de nuestra ancianidad, podríamos añadir.

Es cierto que al declinar el cuerpo perdemos la memoria de las cosas, pero ¿de qué cosas? De las últimas que nuestro cerebro físico ha absorbido, no de las que quedaron archivadas en aquello que los fisiólogos llaman el subconsciente; pero bien podría ser llamado subconsciente a una entidad superior, de alguna manera conectada con el cerebelo. Las experiencias de extraordinaria lucidez y memoria experimentadas por ciertas personas ante un inminente peligro de muerte[2] o en un estado de muerte clínica, en estos últimos años cuando los avances médicos han hecho posible tal experiencia[3], parecen confirmar la existencia de una entidad inmaterial estrechamente unida al cuerpo, pero independiente de éste.


LA MUERTE Y EL ESTADO INTERMEDIO

Para completar el tema del capítulo anterior, diremos que existen, entre las personas que profesan las creencias en la Biblia, tres opiniones distintas acerca del futuro inmediato de los que mueren en el Señor, y son las siguientes:

1. En algunas escuelas teológicas de tendencia modernista se niega la resurrección como un hecho incomprensible e imposible y, después de descartar de la Biblia todo lo milagroso y sobrenatural, se presta una exagerada atención a los fenómenos parapsíquicos, convirtiendo, prácticamente, las iglesias, bajo el camuflaje de «espiritualismo cristiano», en centros espiritistas.

2. La tendencia opuesta, preconizada abiertamente por los Testigos de Jehová, los Adventistas del Séptimo Día y también por algunas escuelas teológicas de diversas denominaciones, es poner todo el énfasis en la esperanza de la resurrección, negando la supervivencia consciente del alma después de la muerte.

3. La aceptación equilibrada de ambas doctrinas: la supervivencia del alma y la resurrección, pues es evidente que la auténtica doctrina cristiana incluye por igual ambas enseñanzas.

La Sagrada Escritura del Antiguo Testamento nos ofrece una visión poco grata del estado inmediato de los muertos (véanse Sal 88. 11; Ec 9. 10; Is 38. 18). El Sehol (en griego Hades) era conceptuado como un lugar lóbrego y triste al que los hebreos no deseaban ir. Pero Jesús nos presenta del mismo Hades una imagen doble y más exacta, al informarnos que Lázaro, después de su muerte, fue llevado por ángeles al lugar que los rabinos judíos llamaban «el seno de Abraham», donde era consolado; en cambio, el rico egoísta fue atormentado (Lc 16. 19 - 31). Es cierto que Jesús empleaba el lenguaje de su tiempo al presentarnos tal imagen del más allá, pero es seguro también que nuestro Señor no habría fomentado una doctrina falsa si el Hades no hubiese existido sino que los seres humanos quedaran inconscientes o dormidos al llegar el momento de su muerte. De ser así, podemos creer que hubiera dicho acerca de tal doctrina: «Oísteis que fue dicho a los antiguos, mas yo os digo.»

Se ha hecho notar, además, que en dicho pasaje Jesús da al suceso el carácter de historia, no de parábola, pues no lo introduce, como otras parábolas, diciendo: «El reino de los cielos es semejante a...», sino que, al igual que en el caso del hijo pródigo, empieza con la declaración escueta del hecho: «Un hombre se vestía de púrpura y de lino fino...» «Un padre tenía dos hijos...», lo que parece indicar que ambas eran historias auténticas de su tiempo que Jesús conocía y usaba como parábola o ejemplo.

Los teólogos hebreos enseñaban que el Sehol se hallaba situado en el centro de la Tierra, basándose, probablemente, en el caso de la pitonisa de Endor (1 S 28. 13).

Esta opinión judía es verosímil, puesto que los espíritus no son afectados por las circunstancias físicas del lugar que ocupan, sino que trascienden la materia, del mismo modo que las ondas hertzianas traspasan las paredes de nuestras casas.

Cuando Saúl consultó a la sonámbula de Endor para que le hiciese venir el espíritu de Samuel, y el rey le preguntó: «¿Qué ves?», la sonámbula le respondió: «Veo elohims que suben de la tierra[4]».

Ezequías se lamentaba delante de Dios pidiéndole algunos años más de vida porque le parecía que el Sehol, en el centro de la Tierra, era un lugar muy desagradable. Jesús, en la parábola de Lázaro y el rico, reveló a los judíos de su tiempo que aun aquel lugar no era tan malo para los justos, declarando que Lázaro era consolado en el seno de Abraham, mientras que el rico era atormentado.

El Nuevo Testamento, aunque no nos da todos los detalles que desearíamos acerca del más allá inmediato a la muerte, nos ofrece algunos textos orientadores bastante claros para darnos a entender que Cristo cambió totalmente la esperanza del más allá. No solamente confirmó la certeza de la resurrección del cuerpo -que ya habían adquirido los judíos mediante el estudio de las Escrituras del Antiguo Testamento, principalmente Job 19. 25, Daniel 12. 1 - 3 y varias otras referencias de los Salmos-, sino que declara de un modo innegable la supervivencia del alma, tras la muerte física del cuerpo, en Lucas 16. 22 y Mateo 22. 32.

En Juan 11. 24, Jesucristo, además de ratificar la esperanza de la resurrección en un futuro escatológico lejano, se proclama a sí mismo la resurrección y la vida (v. 25), y en Lucas 23. 43 leemos que promete llevar al ladrón arrepentido a un paraíso donde El mismo estará presente.

Más tarde, Pablo nos cuenta cómo fue arrebatado hasta el tercer cielo, donde oyó palabras inefables que no es posible al hombre expresar; y al final de la Biblia, en Apocalipsis 20. 22, tenemos las descripciones de la Jerusalén celestial, las cuales, aunque dadas en términos aparentemente simbólicos -pero, al igual que los de la Creación, apropiados a todas las inteligencias humanas de todos los tiempos-, han iluminado la partida de todos aquellos que esperaron en Cristo desde que El vino a hacernos sus grandes promesas de vida eterna.

Creo que algún día podremos decir como los israelitas cuando entraron en la tierra de Canaán: «No ha caído en tierra ninguna de las grandes cosas que Dios nos prometió, todo se ha cumplido», y entonces comprenderemos que fue mucho mejor que Dios nos ocultara algunos detalles de Sus planes en el más allá mientras estuvimos en la Tierra, para que anduviésemos «por fe, no por vista», y ello no fuese impedimento para nuestro progreso espiritual, sino una prueba y estímulo constante para nuestra fe mientras nos hallábamos en el presente período de prueba.

Una cosa, empero, es patente e innegable: que tras la experiencia de la resurrección del Señor los apóstoles empezaron a mirar la muerte con mucho más optimismo que el resto de los judíos. Para ellos morir era «estar con el Señor» (Fil 1. 23; 2 Co 5. 1 - 9). Así lo afirma Pablo, quien -como hemos indicado- en una de sus cartas declara haber estado en espíritu en el Paraíso. Con sobrada razón, por tanto, después de su gloriosa experiencia, consideraba el ser desatado del cuerpo muchísimo mejor que vivir en la carne.

La supervivencia del alma en el momento de la muerte nos es confirmada, asimismo, no solamente por la expresión que salió de labios de Cristo moribundo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» -pues ahí nos cabría la duda de la diferente condición de un Cristo divino al lado de nosotros, pobres mortales-, sino que la hallamos en los Hechos de los Apóstoles en boca de Esteban, quien declara: «Señor Jesús, recibe mi espíritu», después de la visión que tuvo del Señor en el momento supremo de su muerte.

El apóstol Pablo ratifica esta idea de la espiritualidad del alma y su traslado al cielo en el mismo instante de su muerte, no solamente con la declaración de Filipenses 1. 24: «Quisiera ser desatado y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor», sino también con la afirmación de 2 Corintios 4. 18 - 5. 10, donde leemos:

«No poniendo nosotros la mira en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas. Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshace, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha con manos, eterna, en los cielos.

Porque también gemimos en esta morada, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; si es que somos hallados vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con pesadumbre, por cuanto no queremos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Mas el que nos dispuso para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu.

Así que vivimos siempre animados, y sabiendo que entretanto que habitamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero cobramos ánimo, y preferimos estar ausentes del cuerpo, y habitar en la presencia del Señor. Por lo cual también anhelamos, o ausentes o presentes, serle agradables.»

Observemos que todos los verbos de este pasaje están en presente, lo cual indica, de un modo bien claro, que el apóstol no está refiriéndose a un futuro más o menos lejano como en 1 Corintios 15. 35 - 54, donde habla de la resurrección siempre en futuro; aquí dice «tenemos», no «tendremos», y el hecho de que este «tendremos» se halle conectado con la frase «si nuestra morada terrestre, este tabernáculo se deshace», sugiere a todo lector libre de prejuicios una idea de transferencia inmediata. No se trata de nuestro futuro cuerpo de inmortalidad, sino de lo que vamos a poseer y disfrutar en el momento en que se desmonte el tabernáculo que ahora habitamos.

Algunos dirán que la morada celestial la tenemos asegurada, aun cuando no vayamos a habitarla inmediatamente; pero el versículo 6 nos da la respuesta acerca del tiempo a que se refiere, al añadir el apóstol: «sabiendo que entretanto que habitamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor»; y más adelante: «preferimos estar ausentes del cuerpo, y habitar en la presencia del Señor». ¿Queremos algo más claro para darnos a entender que la esperanza de una vida mucho mejor es una cosa inmediata tras la separación del alma y el cuerpo?

A esto suelen replicarnos los partidarios del sueño de las almas con los textos bíblicos que hablan de la muerte como dormir en el Señor. Y, a la luz de los citados pasajes y de otros, podemos responder a éstos que ello es verdad en cuanto al cuerpo, pero no en cuanto al espíritu. Es indudable que el cuerpo del pobre mendigo Lázaro dormía y descansaba de sus penalidades y miserias; ya no había llagas, ni miseria, ni hambre en su cuerpo físico cuando fue hallado, probablemente insepulto, y enterrado con muy poca pompa; pero su espíritu no estaba dormido ni inconsciente, sino que era consolado de sus malos recuerdos sobre la Tierra en el seno de Abraham, como dice también en Apocalipsis 7. 17 respecto a los redimidos que se hallan delante del trono: «Limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos.»

Otra referencia bien clara y evidente de la bienaventuranza de los redimidos inmediatamente después de su muerte son las palabras de Apocalipsis 14. 13.

«Oí una voz procedente del cielo, que me decía: Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen.»

La palabra bienaventurados -o sea, literalmente, «muy dichosos»- ratifica la misma idea de Filipenses 1. 23. Si la muerte fuese un sueño no se podría llamar dichosos a los fallecidos. Hay muchos fallecidos en la fe del Señor que tenían en vida muchos más motivos de felicidad -con la compañía de sus amados sobre la Tierra- que la que puede proporcionarles el descanso de la muerte. Por tanto, comprendemos que la muerte del creyente debe ser algo mucho más afortunado que un mero sueño.

¿Cuándo empezó la bienaventuranza?

La frase «de aquí en adelante» que leemos en este texto ¿qué significa? Algunos han querido ver en estas palabras una promesa profética aplicada a los que fallezcan después del arrebatamiento de la Iglesia, pero no hay indicación alguna en el pasaje que favorezca tal suposición, pues la escena del arrebatamiento secreto de Mateo 24. 27 no aparece de un modo claro en Apocalipsis; y si hemos de poner este acontecimiento en algún lugar, el más adecuado cronológicamente sería en el capítulo 7. 9 - 17, no en el capítulo 14. Esto indica claramente que la bienaventuranza para los que mueren en el Señor no se refiere exclusivamente a los mártires del Anticristo durante el período de la Gran Tribulación, sino para los fallecidos en el Señor desde que se inició la época de la «Gracia», o sea, desde la venida, muerte expiatoria y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, cuando -como veremos más adelante- El cambió la suerte de los que habían fallecido en la fe y esperanza del Dios verdadero, pero no podían entrar en la bienaventuranza de su presencia por no haber sido realizada todavía la redención prometida. Este es el motivo más lógico de la expresión «que mueran en el Señor de aquí en adelante». Son, por tanto, bienaventurados todos los creyentes a quienes la muerte les ha sobrevenido antes del cumplimiento de la victoria definitiva sobre Satanás, el pecado y la muerte, en la manifestación gloriosa del Hijo de Dios y la resurrección de los muertos. Así lo entendieron los primeros cristianos según lo vemos en los comentarios de los primeros Padres, y ellos eran los que por su profundo conocimiento del griego -que era su lengua nativa- y por su intimidad con los primeros testigos de Cristo podían saberlo -o podían entenderlo- mejor que nadie[5].

El texto original de este precioso y esperanzador pasaje de Apocalipsis 14. 13 dice: «Legei to pneuma ina anapausontai ek ton kropon autou ta de erga auton AKOLOUTHEI met’ auton.»

En este texto tenemos, en primer lugar, el término anapausontai, que significa un descanso, no de toda actividad, sino de preocupaciones penosas, produciendo una mayor felicidad en el ser que disfruta de tal descanso[6].

Si en muchos pasajes del Nuevo Testamento la palabra anapausontai significa ser aliviado de un trabajo duro o de una preocupación abrumadora y disfrutar, hasta el punto de ser traducido «recrea mis entrañas», ¿por qué en este texto del Apocalipsis debería significar un reposo equivalente a la inexistencia? Tanto más cuanto que otros textos de la Sagrada Escritura -como Filipenses 1. 23- afirman que ser desatado y estar con Cristo es muchísimo mejor. Evidentemente, morir en el Señor no significa quedar inconsciente, sino gozar de un recreo espiritual en la presencia del amado Salvador mucho más satisfactorio que la mejor vida que podamos gozar sobre la Tierra.

En segundo lugar, la palabra akolouthei, un derivado del verbo katago, no es «le siguen», como traducían las viejas versiones de la Biblia, sino «les acompañan», como podemos comprobar en pasajes como Hechos 9. 30; 13. 15; 20. 28; 22. 30, etc. Pero ¿a quién acompañarían estas buenas obras? ¿A un ser inconsciente, dormido, inepto para cualquier acción o sentimiento? Esta interpretación en sentido presente de la palabra akolouthei («acompañar») no está reñida con la palabra anterior «descansarán», ya que, como hemos visto, anapausontai no significa cesar toda actividad y quedar inconsciente, sino tener mayor satisfacción o recreo.

¿Cómo y por qué tuvo lugar este gran cambio entre lo que leemos acerca de la muerte en el Antiguo Testamento y lo que vemos en el Nuevo? ¿Por qué son bienaventurados ahora los creyentes fallecidos, cuando antes se consideraban desgraciados?

La gran diferencia estriba en el supremo acontecimiento en el que converge toda la Biblia: la muerte redentora de nuestro Señor Jesucristo. A causa de que El padeció por nosotros -«el justo por los injustos»-, el más allá ha cambiado de signo y de significado para los que «mueren en el Señor». Ahora no es bajar a un Hades tenebroso, sino subir y estar con Cristo.

En 1 Pedro 3. 18 - 20 hay un pasaje que nos ofrece mucha luz sobre este cambio, a pesar de que es interpretado en dos formas muy distintas por los exegetas. El texto bíblico dice:

«Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu; en el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas a través del agua.»

Los expositores cristianos, a partir del primer siglo, creyeron que tuvo lugar una visita literal del espíritu de Cristo al Hades después de su muerte, donde se hallaban las dos clases de detenidos que nos muestra la parábola del rico y Lázaro.

Pero ocurrió algo muy extraordinario después de la obra redentora realizada por Jesucristo, la cual cambió el inmediato futuro de los fallecidos «que mueren en el Señor».

Notemos que Jesucristo dijo que, como Jonás estuvo en el vientre de la ballena tres días y tres noches, El estaría en el corazón de la Tierra por tres días y tres noches. Ahora bien, la cueva donde fue enterrado Jesús no estaba en el corazón de la Tierra, sino adosada a un pequeño barranco que se llamaba Gólgota, muy cerca del lugar donde fue crucificado. Y esta cueva no estaba en un sitio muy profundo, sino en el mismo nivel del huerto de José de Arimatea. Evidentemente, no se refería Jesús al sepulcro donde fue dejado su cuerpo, sino al lugar a donde fue Su espíritu. Era aquel espíritu humano que confió a la protección del Padre Celestial al expirar sobre la Tierra. En la resurrección, Jesús fue transformado en un cuerpo glorificado, semejante al que nosotros mismos obtendremos en la resurrección. Pero durante los tres días en que Su cuerpo permaneció en el sepulcro de José de Arimatea, Su espíritu estuvo en libertad para visitar la región de los espíritus.

La expresión «vivificado en espíritu» muestra claramente que el apóstol Pedro no está hablando del Espíritu infinito del Verbo de Dios que llena el Universo, sino de Su espíritu humano, pues Jesús era, a la vez, perfecto Dios y perfecto hombre, y era Su espíritu humano el que tenía una misión que cumplir en aquellos tres días entre Su muerte y Su resurrección: la de bajar hasta lo más profundo del Hades. En primer lugar, como expresión de su más profunda humillación por amor a nosotros, y, en segundo lugar, de acuerdo con la profecía del Salmo 68. 18, citado por el apóstol Pablo en Efesios 4. 8 - 10, llevar a los «cautivos con esperanza en la sangre del pacto» (véase Zacarías 9. 11, 12) a la verdadera patria de las almas redimidas, al paraíso que Pablo visitó algún tiempo después de su conversión.

Podemos imaginarnos aquel glorioso espíritu que en los últimos momentos de su vida terrenal Jesús encomendó al Padre (quizás a causa de la comprometida misión que le aguardaba de penetrar hasta las regiones infernales), rodeado y protegido por legiones de ángeles, quizá las mismas legiones a que renunció para librarle de Judas y sus aprehensores en el huerto de Getsemaní (Mt 26. 57), y, acompañado del primer trofeo de su sacrificio, el alma del ladrón arrepentido (Lc 23. 43), bajar hasta la morada de los muertos, habitación de dolor para los impíos, rebeldes al testimonio de las Sagradas Escrituras (Lc 16. 18 - 31), pero de consolación para los que habían creído y vivían con esperanza de redención en el lugar denominado «seno de Abraham» (Zac. 9. 11).

Parece que a su paso por dicha región tuvo ocasión de entrar en contacto con antediluvianos relacionados con Noé, los únicos de entre aquellos espíritus detenidos en el Hades desde el principio del mundo que habían tenido oportunidad de testimonio del verdadero Dios por mediación de Noé; pero creemos que su objetivo principal no fue tanto el predicar a estos espíritus, como el cumplir lo que se expresa en el Salmo 68. 18 y el apóstol aclara en Efesios 4. 8 - 10.

Seguramente que había otros espíritus que no conocieron a Noé, pero no habla de éstos, sino tan sólo de aquellos que conocieron al único testigo de Dios en el mundo en el tiempo de su vida terrena. Pero ¿qué les dijo el espíritu de Jesús a estos desobedientes? No lo sabemos; es uno de los secretos que Dios se ha reservado y sobre el cual no nos es lícito especular. Eso sí, sabemos que el principal objetivo de la visita del espíritu de Jesucristo al Hades fue cumplir lo que leemos en Efesios 4. 8.

«Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres. Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también habla descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo.»

(O sea, para asumir de nuevo, después de su temporal kenosis, la autoridad total del Universo, como Jesús mismo expresa en Mateo 28. 18.)

La expresión «subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad» ha hecho pensar -creo que con bastante razón- que Jesús trasladó a los creyentes del Antiguo Testamento que se hallaban en el Hades de abajo, en el centro de la Tierra, al Paraíso celestial, donde el mismo Señor Jesucristo se encuentra personalmente ahora en un cuerpo glorificado y donde el apóstol esperaba ir cuando fuera desatado del cuerpo por la muerte (Fil 1. 23).

Otros interpretan 1 Pedro 3. 19 - 21 como una referencia al pasado. Dicen que Cristo predicó -o sea, redarguyó de pecado- a los antediluvianos, mediante el Espíritu Santo, cuando Noé aparejaba el Arca, sin que ello tenga que ver con ninguna actividad del espíritu de Cristo vivificado, aparte de Su resurrección[7].

Esta interpretación choca con el contexto del pasaje y con dos frases del propio texto. El contexto está hablando de que Cristo fue muerto -pasado de «ser»- en cuanto a la carne, pero que estando vivo en su espíritu, fue -pasado de «ir»- y predicó a los espíritus encarcelados que en otro tiempo fueron desobedientes cuando Noé preparaba el Arca. La expresión «en otro tiempo» parece aclarar bastante bien cuándo ocurrió el hecho, pues en el tiempo en que Noé construyó el Arca estos individuos no estaban encarcelados, sino en plena libertad y entregados a sus pasiones. Por lo demás, la reprensión espiritual en los corazones de los hombres podemos decir que el espíritu de Cristo ha estado en todos los tiempos ejerciéndola por el Espíritu Santo, no sólo en la época de Noé, sino a todos los seres humanos de todos los tiempos, y no habría ninguna razón para mencionar en este pasaje solamente a los que fueron rebeldes al testimonio de Noé, si se refiriera a esta reprensión espiritual en el tiempo de los antediluvianos y no a un descenso literal del espíritu de Cristo al Hades.

Su condición divina le permite a Jesucristo -el Hijo Eterno de Dios- estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, pero su alma humana, antes de volver al cuerpo que, glorificado, venció a la muerte y el sepulcro, tuvo que bajar al lugar donde se hallaban los espíritus humanos de los fallecidos, en el centro de la Tierra.

Este espíritu de Jesús no era Todopoderoso como lo es hoy y lo será un día cuando todas las cosas serán puestas bajo Sus pies, sino que dependía del Padre, al igual que en los días de su carne; por esto al morir encomienda su espíritu al Padre, pues Su glorificación absoluta o salida de la kenosis, voluntariamente asumida, que Jesús prevé en Juan 17. 5, no tuvo lugar con motivo de Su resurrección, según podemos comprobar en Juan 20. 17, sino que se realizó en el tiempo de Su ascensión, según leemos en Mateo 28. 18, permaneciendo, por tanto, su Divinidad en humillación o kenosis mientras el cuerpo físico de Jesús dormía en el sepulcro de José de Arimatea, y por cuarenta días después, aunque Su alma humana había sido dotada de un cuerpo glorificado con el que podía aparecerse a sus discípulos e incluso participar de comida física; pero, como declara a María: «No me retengas, porque aún no he subido a mi Padre» (Jn 20. 17)[8]; o sea, no había sido todavía glorificado hasta el punto de serle restituida la omnipotencia y omnipresencia de su Divinidad en los términos que describe el apóstol Juan en el primer capítulo de su evangelio, vv. 1 - 10, y Pablo en Colosenses 1. 15 - 20.

Una atenta consideración de la frase «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritus (Lc 23. 46) muestra que Jesús no se refiere a su vuelta al seno de la Divinidad, o, en otras palabras, al regreso del misterio de su kenosis, sino que pide más bien la protección del Padre Celestial. No dice: «Padre, recibe mi espíritu, como exclamó Esteban al sentirse fallecer, sino que dijo: «En tus manos encomiendo mi espíritu.» Quizá cuando nos sean revelados los misterios que hoy ignoramos entenderemos por qué el espíritu humano de Jesucristo necesitaba de un modo especial tal protección del Padre, a causa de la arriesgada misión que nos revela el misterioso pasaje de 1 Pedro 3. 18 - 20.

Si no hay ninguna conexión entre 1 Pedro 3. 18 - 20 con Efesios 4. 8 - 10, ¿qué motivo llevó al Salvador durante el tiempo de Su muerte física a las regiones de los muertos? O bien hay que suprimir dicho texto considerándolo una variante apócrifa (lo cual no puede hacerse, porque los manuscritos antiguos, así como las citas de este pasaje de los más antiguos escritores cristianos nos lo impiden), o bien es cierto que Jesús fue al Hades, en el centro de la Tierra, a predicar a espíritus encarcelados. Pero ¿fue esto el objeto total y único de su visita? ¿Qué les diría? ¿Por qué menciona solamente a los antediluvianos? ¿No había en el Hades almas más dignas de recibir tal honor? Lo más lógico es creer que el espíritu de Cristo fue al Hades por un objetivo más importante que el incidente que Pedro menciona de los espíritus del tiempo de Noé y aceptar la interpretación que nos da Pablo en Efesios y que ratifican los primitivos cristianos, que trataron ampliamente esta cita apostólica; o sea, que Jesucristo fue a buscar a los creyentes del Antiguo Testamento que no habían podido entrar en el Cielo en el momento de su muerte porque el Señor aún no había abierto sus puertas con su muerte redentora.

Con ello se aclara tanto el uno como el otro de los dos pasajes enigmáticos del Nuevo Testamento: el de Pedro en 1 Pedro 3. 18 - 20, y el de Pablo en Efesios 4. 8.

Además es un nuevo testimonio de que los espíritus de los fallecidos están vivos y conscientes en la compañía de Jesucristo, en la Jerusalén celestial, y no están dormidos ni inconscientes hasta el día de la resurrección.

Pero la glorificación de Su espíritu divino o salida de Su kenosis o humillación, que Jesús prevé en Juan 17. 5, parece que no se efectuó con motivo de Su resurrección (según podemos comprobar por su declaración a María Magdalena), sino que tuvo lugar con motivo de Su ascensión (Mt 28. 18). También parece confirmar esta idea lo que dice el autor de Hebreos, que «Cristo nos abrió, como gran Sumo Sacerdote, la entrada a la presencia de Dios», como mediador de un nuevo pacto, y la declaración del capítulo 2. 13. «He aquí, yo y los hijos que Dios me dio.»

Suelen decir los partidarios del sueño de las almas: «Cuando los corintios consultaron al apóstol Pablo acerca de sus amados fallecidos, temiendo que su prematura muerte les impidiera disfrutar de la vida eterna, ¿por qué les contestó el apóstol hablándoles de la resurrección en vez de decirles que sus amados estaban ya con el Señor?»

Creemos que lo hizo por las siguientes razones:

1. Las religiones de la cultura grecorromana tenían ya la esperanza de una vida espiritual en el más allá. Todos conocemos los mitos que se referían a las Parcas, que cortaban el hilo de la vida; la barca de Caronte, que transportaba las almas al otro mundo; al Cancerbero, que guardaba las puertas del Hades tenebroso; etc. Pero ninguna religión pagana tenía la esperanza de la resurrección -una doctrina más difícil de creer, pero no imposible para el poder de Dios-, que fue revelada al pueblo judío y confirmada por Cristo.

Si Pablo hubiese hablado claramente a los corintios de la supervivencia de las almas de sus deudos que habían fallecido, estos cristianos incipientes habrían sido tentados a buscar contacto con sus amados difuntos por métodos parapsicológicos, que ya practicaban los paganos en sus «misterios» y en sus prácticas sonambulísticas y adivinatorias, y habrían corrido el peligro de ser engañados por los espíritus de las tinieblas. Además, tal respuesta habría podido arrastrar al mismo peligro a muchas generaciones de cristianos, dado el lugar prominente de revelación divina que habían de ocupar las epístolas de san Pablo en las Sagradas Escrituras.

2. La promesa divina de la resurrección del cuerpo era, aunque más lejana, una visión más completa del plan de Dios para la vida eterna, como vemos en Hebreos 11. 40. Pero que el apóstol no desconocía ni olvidaba el hecho de la supervivencia de las almas lo demuestra en la misma declaración que hace en el mismo pasaje, al decir: «traerá Dios con él a los que durmieron en Jesús». Si hubiese pensado solamente en la resurrección corporal de los muertos en Cristo no diría «traerá Dios con Jesús», sino «traerá a Jesús para despertar del sueño de la muerte a los que durmieron con él». No se puede traer lo que no existe, y ello está confirmado por la primera profecía bíblica que nos describe la epístola universal de san Judas apóstol:

«De éstos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos hablaron contra él.»

Parece que, por considerar la segunda venida del Señor como un hecho inmediato, los más primitivos cristianos dieron poca importancia al estado intermedio de los muertos. Había quienes decían a sus perseguidores: «Parad atención y fijaos en nuestros rostros, para que nos reconozcáis cuando volveremos en gloria con nuestro Señor Jesucristo.» La solicitud en recoger los restos físicos de los mártires para darles honrosa sepultura procedía también, en parte, de la esperanza que tenían del retorno inmediato del Señor y de la errónea idea de que Dios necesita alguna parte física del cuerpo muerto para proceder a la formación del nuevo cuerpo resucitado. Pero Pablo refuta esta idea que nos desconcertaría a los cristianos de siglos posteriores, diciendo: «Necio, lo que tú siembras; no siembras el cuerpo que ha de salir, sino el grano desnudo; y hay cuerpos celestiales y cuerpos terrenales»

Pablo ratifica la doctrina de la resurrección anunciada por las Escrituras del Antiguo Testamento, pero no niega la existencia consciente del espíritu inmediatamente después de la muerte, como se desprende de sus declaraciones en 2 Corintios 5. 1 - 10 y de su exclamación en Filipenses 1. 23.  «Quisiera más bien ser desatado y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.» Todo ello es confirmado por las declaraciones de Cristo al ladrón que murió a su lado en la cruz, y en la historia del rico y Lázaro (Lc 16. 19 - 31; 23. 39 - 43). Asimismo en la declaración: «Para Dios todos viven», cuando Jesús defiende la idea de la resurrección, negada por los saduceos. No dice «les hará vivir a pesar de que ahora estén muertos», sino que habla en tiempo presente, lo cual indica claramente que para Dios viven en el mundo espiritual aquellos que para nosotros son muertos. Y para ratificar la doctrina -más difícil, pero cierta- de los fariseos acerca de la resurrección exclama:

«Erráis ignorando las Escrituras y el poder de Dios.» Cierto; el poder de Dios es algo tan grande e incomprensible, que se hace un misterio inexplicable para la razón humana.

Los judíos no sabían nada de las maravillas del átomo ni de la composición de la materia y las células corporales. Nosotros conocemos acerca de la materia cosas que ellos no podían ni soñar ni imaginar. Desconocemos todavía mucho acerca de los misterios de la materia y el espíritu, pero mucho menos sabían ellos. No es extraño que el Salvador les responda, casi, en tonos de conmiseración.

¿Y qué hacen nuestros amados en el Cielo?

Esta es otra pregunta intrigante y todavía más difícil de responder. Del versículo 10 de 2 Corintios 5, así como de la visita al Paraíso que refiere el apóstol Pablo en el capítulo 12. 1 - 4, además de la declaración del Señor en Juan 17: «Les he manifestado tu nombre, y se lo manifestaré aún», con referencia a lo que acababa de decir: «Quiero que donde yo estoy, ellos estén también conmigo, para que vean mi gloria que me has dado», han deducido algunos pensadores que la estancia temporal de nuestros amados en el Cielo, mientras esperan el cumplimiento de la promesa de la resurrección, puede compararse al internado de una escuela espiritual de la que el mismo Señor Jesucristo puede ser el director y, a la vez, Juez evaluador del carácter y de los hechos de cada uno de sus siervos durante su peregrinación y prueba sobre la Tierra. Posiblemente podríamos compararlo a alumnos que se preparan para un superior servicio en el futuro, cuando entraremos en posesión de un cuerpo glorificado que nos permitirá relacionarnos tanto con el universo espiritual -del que ya disfrutan los fallecidos «en el Señor»- como del universo físico de Dios, con el que podremos entrar en contacto después de la resurrección. Posiblemente son -y seremos pronto nosotros- utilizados para algún ministerio puramente espiritual en el mundo de los espíritus. El hecho de que el Señor se lleve, a veces, a algunos de sus mejores siervos en su temprana juventud, después de que nosotros hemos estado implorando con ansia su recuperación física, nos inclina a suponerlo. Acerca de esto no se nos ha revelado nada, pero el hecho indudable y demostrable con textos de la Escritura es que están vivos y conscientes en la compañía del Señor.

Abundando en la misma idea de que la vida futura será un lugar de mayor conocimiento, el apóstol Pablo declara:

«Ahora vemos mediante espejo, borrosamente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré tan cabalmente como soy conocido» (1 Co 13. 12).

Es cierto que el contexto de este pasaje nos da a entender que el apóstol está hablando de un tiempo muy futuro después de la venida del Señor Jesucristo, pero ¿cómo llegaremos a este «futuro perfecto» a que se refiere el apóstol en el versículo 10? ¿Será de un modo sobrenatural, o por un proceso de enseñanza en el más allá? Aun en el caso de los milagros de la Biblia vemos que Dios no lleva a cabo por milagros de tipo superior aquellos beneficios que podía impartir a Su pueblo de un modo natural, como fue el caso del paso del Mar Rojo, cuya retención de las aguas fue producida por un fuerte viento oriental; ni en el caso de las codornices, que fueron arrastradas al campamento israelita también por un viento fuerte.

Uno de los anhelos innatos del alma humana, creada a imagen y semejanza de Dios, es la sed de conocimiento, sed que es tanto mayor cuanto más ha logrado ampliarlos el hombre en esta vida. En esta visión del más allá que nos da el apóstol se nos garantiza la satisfacción de este anhelo que la brevedad de nuestra vida -por muchos años que el hombre viviera- (Ec 6. 3) no nos permite satisfacer. Yo no creo que Dios vaya a conceder, pues, extraordinarias facultades de conocimiento y perfección, de un modo mágico o repentino, a los que hemos sido ignorantes e imperfectos durante la vida. Es mucho más probable que en el siglo venidero los conocimientos nos sean dados poco a poco.

En Hebreos 11. 39, 40; 12. 1 tenemos otra evidencia bastante clara de la supervivencia de las almas, a la vez que de un posible progreso espiritual en la vida de ultratumba, cuando leemos acerca de los héroes y mártires de la fe del Antiguo Testamento:

«Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; porque Dios había provisto para nosotros algo mejor, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros.»

Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan gran nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús... »

La promesa, aquí, es la resurrección del cuerpo, que, ciertamente, no habían recibido todavía los antiguos héroes y mártires. Pero no añade «por lo cual tienen que aguardarla en la inconsciencia del sueño», sino «para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros». La palabra griega teleyozosin es un derivado de la misma palabra traducida «consumado es» que empleó nuestro Salvador en Juan 19. 30 cuando terminó su obra redentora en la cruz, y significa «completo», acabado, a la vez que perfecto. Para Dios son únicamente cuerpos perfectos los soma ouranou (cuerpos celestiales), ciertamente muy superiores -como enseña Pablo en 1 Corintios 15- a los que hoy poseemos.

Los fieles del Antiguo Testamento no recibieron la totalidad de la promesa cuando fallecieron, sino tan solamente una parte de ella: su existencia como seres espirituales conscientes, pero no un cuerpo resucitado y glorificado. Sin embargo, que son conscientes lo demuestra el versículo primero del próximo capítulo (He 12. 1), como explicamos en el capítulo anterior.

Otra frase significativa es la del apóstol Pedro cuando, al referirse a su fallecimiento, dice: «sabiendo que en breve tengo que abandonar el cuerpo». Abandonar o dejar una cosa implica existencia consciente por parte de aquel que la abandona para trasladarse a otro lugar.

¿Cuándo son juzgados los creyentes?

En 2 Corintios 5. 8 - 10 nos dice el apóstol Pablo:

«Pero cobramos ánimo, y preferimos estar ausentes del cuerpo, y habitar en la presencia del Señor. Por lo cual también anhelamos, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque todos nosotros debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno recoja según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o malo.»

La lectura sencilla de este pasaje, comparándolo con Hebreos 9. 27: «Está establecido para los hombres que mueran una vez, y después el juicio», da idea de que el tribunal de Cristo es un suceso inmediato a nuestra muerte. Es obvio que los que han aceptado a Jesucristo como su Salvador y han nacido de nuevo no habrán de comparecer, según la promesa de Jesús en Juan 5. 25, ante el juicio del gran Trono Blanco que pronunciará la sentencia final y definitiva de las almas, tras, empero, una justa evaluación de sus obras. (Véanse Ap 20. 12; Mt 11. 20 - 24.)

Pero hay para los creyentes un juicio ante el tribunal de Cristo donde son juzgados los hechos reprensibles y los dignos de alabanza y recompensa (véase 1 Co 3. 11 - 15). Algunos comentaristas del texto sagrado colocan este juicio en el tiempo de la Gran Tribulación, mientras los juicios de Dios se estarán derramando sobre la Tierra. Pero nada dicen los pasajes que se refieren a la Gran Tribulación que han de sufrir los que no sean arrebatados con Cristo en su primera venida, de lo que se hará en el Cielo durante aquel breve período de juicios en la Tierra. Por eso, parece mucho más propio pensar que la comparecencia ante el tribunal de Cristo tiene lugar de un modo inmediato tras la muerte de cada creyente, aunque este detalle acerca del tiempo de nuestro juicio como creyentes es otro de los asuntos que Dios ha dejado oculto a nuestro conocimiento actual. Los únicos textos que a El se refieren son: 2 Corintios 5. 10 y Hebreos 9. 27; pero ni uno ni otro indican de una manera específica cuándo tiene -o ha de tener- lugar el juicio evaluatorio de los creyentes, que en el lenguaje teológico llamamos «tribunal de Cristo». Es mucho más probable que sea un juicio actual, tras el fallecimiento de cada uno de los que «mueren en el Señor», que en algún tiempo del futuro. La expresión «sus obras con ellos siguen» parece dar una idea de tal actividad espiritual. Descansan de sus trabajos humanos, como dice en Eclesiastés 5. 18.  «No tienen más parte en lo que se hace debajo del Sol»; pero sus obras pasadas adquieren desde el mismo momento de su descanso corporal toda la importancia y valor, sin descartar la posibilidad de que continúen en actividades espirituales, exentas de cansancio, como lo admite también la correcta interpretación del texto de Apocalipsis 14. 13.

Si bien es cierto que la revelación divina da pocos detalles acerca del estado de las almas al abandonar el cuerpo, prestando más atención a la resurrección como victoria total sobre la muerte y cumplimiento perfecto de la promesa de vida eterna que tenemos en Jesucristo, este silencio puede ser uno de los secretos que Dios ha tenido a bien reservar para sí, a fin de que:

1. Nos esforcemos en perfeccionar nuestro carácter mientras estamos en el cuerpo, lo cual no quita la posibilidad de que lo hagamos sin cuerpo, pues como dice el apóstol Pablo: «Así que vivimos siempre animados, y sabiendo que entretanto que habitamos en el cuerpo, peregrinamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero cobramos ánimo y preferimos estar ausentes del cuerpo y habitar en la presencia del Señor. Por lo cual también anhelamos, o ausentes o presentes, serle agradables.»

La idea de este pasaje es una exhortación a progresar aquí en este tiempo de prueba, cuando, por ser más difícil, tiene más valor nuestra lucha moral por mantener la fe y acrecentar nuestras virtudes espirituales. Pero que tendremos la misma posibilidad y deseo de hacerlo en otras circunstancias más favorables no lo niega el apóstol, antes lo deja entrever con la frase «anhelamos, o ausentes o presentes, serle agradables». Esto indica que el anhelo de agradar al Señor persiste en los fieles fallecidos ausentes de nosotros. Si no hubiera consciencia tras la muerte, ¿por qué mencionar a los ausentes en este pasaje?

2. La razón por la que Dios puede haber retenido los detalles que tanto nos gustaría conocer acerca de la vida al otro lado de la muerte es para alejarnos de la tentación de procurar entrar en contacto con nuestros amados ausentes, lo cual nos llevaría a tropezar con los poderes espirituales que asedian a este Globo y que, según parece por los experimentos parapsíquicos del espiritismo, tienen facultad para revelarse a quienes ponen sus mentes en situación adecuada para ello.

Que el hombre es un alma aprisionada en un cuerpo lo reconoce el apóstol san Pablo cuando dice: «Quisiera ser desatado y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor», y está confirmado por todas las referencias de la vida de ultratumba que tenemos en el Nuevo Testamento, como Lucas 16. 19 - 31; 23. 43; Hechos 7. 58; 2 Corintios 4. 18 - 5. 10 y Apocalipsis 14. 13.

Pero el mismo hecho de que sean pocos los textos que se refieren a la vida inmediatamente después de la muerte, sin ser un silencio absoluto, es precisamente, para los que creemos en la inspiración y autoridad de la Biblia, la garantía de su autenticidad. Si el cristianismo no fuera una religión revelada, sino fraguada por los primeros escritores cristianos, hallaríamos, sin duda, en los documentos reconocidos como sagrados por los primeros Padres u obispos de la Iglesia, detalles fantásticos procedentes de la mitología grecorromana o de su propia inventiva, como los tenemos en el Corán de Mahoma, en el swederndorgianismo, mormonismo y otras sectas espurias. Sin embargo, en el Nuevo Testamento se nos dice lo suficiente para darnos a entender que la muerte no es un sueño inconsciente del «yo» moral, sino una nueva forma de actividad espiritual -muy grata, pero diferente de la corporal- por la ausencia de cuerpo, tanto físico como celestial o resucitado. Esta carencia de cuerpos impide a las almas ponerse en contacto con el universo material de Dios, pero se nos asegura que es todavía una vida bienaventurada y mucho mejor la del alma sin cuerpo, en un mundo y ambiente propios para seres espirituales, que la que hoy tenemos habitando un cuerpo físico, con todas sus ventajas de orden material.



[1]    Un cuerpo perfecto no debe estar sujeto a las contingencias desafortunadas de la materia física. El fuego puede reducirnos a cenizas: el agua, obstruyendo nuestros pulmones, puede ahogarnos; un choque violento puede romper los huesos y obligarnos a una lenta recuperación (gracias al «milagro de la multiplicación de las células», pero de haber afectado partes vitales, nos condena a una prematura descomposición total: la muerte. Este, francamente, es un cuerpo muy imperfecto para las cualidades y aspiraciones de nuestro ser anímico. Un cuerpo perfecto será un cuerpo en el que los átomos estén sujetos al «yo» de tal manera que en un momento pueda disociar sus moléculas y hacerse invisible, para juntarlas de nuevo y hacerse tangible cuando le plazca. Perder un miembro y recuperarlo a placer por una extraordinaria reproducción celular o por cualquier otro modo que nosotros llamaríamos sobrenatural, pero que no lo es en la región de los seres perfectos.

     Todo esto parece imposible para nuestros actuales conocimientos del Cosmos, pero menos imposible que lo que era para nuestros abuelos, que desconocían del todo los secretos de la materia. Nosotros conocemos el secreto de la materia, pero no la dominamos. Sólo sabemos hacerla explotar, o sea, deshacer átomos, pero no juntarlos. Sin embargo, ¿nos atreveremos a afirmar que todo lo que es imposible para nosotros lo es también para el Creador, cuyas obras, conocidas por nosotros en tan pequeña parte, nos dejan estupefactos de admiración?

     A la luz de todas estas realidades de la ciencia física podemos entender mejor que la muerte no fuese el plan de Dios para el ser humano, dotado de alma espiritual, hecho un poco menor que los ángeles» y destinado a la inmortalidad, de haber permanecido en confiada obediencia a su Creador (Gn 2. 17). Bien podemos suponer, interpretando el texto de Génesis 3. 3 a la luz de 1 Corintios 15, que el plan de Dios era que el ser humano, que no habría podido permanecer por muchos siglos sobre la Tierra, de haber quedado inmortal, para dejar lugar a las generaciones futuras, habría ascendido en la escala de las criaturas de Dios y obtenido un cuerpo celestial como los de los ángeles, apto para vivir en otros mundos.

     Ciertamente, la muerte no es propia de un ser que habita en un cuerpo físico como el de los animales, pero aspira a la inmortalidad; sin embargo, no es apto moralmente para ella a causa del pecado.

 

[2]    Véase en Revista Homilética el discurso del Dr. Aimé Cadot. (Un alma visible que vive después de la muerte». Vol. II, serie L. p. 241.

[3]    Véanse los libros Una visita a la Eternidad, por Betty Maiz, 144 pp.; En el otro lado, por Marwin Ford, 272 pp., y Regreso del futuro, por George Richie y Elisabet Sherrill, 144 pp. (Editorial CLIE).

[4]    La ignorante y supersticiosa sonámbula de Endor llamó elohims (dioses) a los espíritus que veía pasar a través de la tierra sólida, y nada tiene de extraño. La palabra Elohim es aplicada en la Biblia en varios sentidos. Al Dios supremo, en primer lugar: «En el principio creó Elohim los cielos y la tierra.) Más tarde aplicaron este nombre a otros espíritus, aunque Israel era un pueblo profundamente monoteísta y no se aplicaban los atributos supremos de la divinidad sino al Elohim Jehová. Los jueces de Israel son llamados, a veces, elohim (dioses), por su oficio y dignidad.

[5]    Véase, en la carta de san Ignacio de Antioquía a los Magnesios, la declaración de que los antiguos patriarcas que esperaban la redención, El los levantó en persona de entre los muertos, lo cual puede referirse tanto a Mateo 27. 52 como a este pasaje de 1 Pedro 3. 18. Y es más probable que se refiriera a este texto, ya que en su diálogo con Crispo (p. 91) menciona el descenso de Jesús al lugar de los muertos. (Padres apostólicos: Cartas camino del Martirio, BAC, pp. 89-96.)

     Irineo habla de ello varias veces y bien claramente en su libro Adversus Haereses, cap. IV, 27. 2 y 31. 1. Justino llega a sugerir que entre las almas que Jesús sacó del Hades e introdujo en la Jerusalén celestial se hallaban también, probablemente, hombres como Sócrates y Platón, que no conocieron el Evangelio pero habían vivido según su conciencia y «perseveraban en bien hacer» (Ro 2. 7). (Véase Apología de Justino Mártir, 1. 46.)

     La doctrina de que el espíritu de Jesucristo descendió a los infiernos entre Su muerte y Su resurrección era generalmente admitida por los cristianos de los tres primeros siglos, y por ello entró a formar parte del Credo o símbolo de los apóstoles.

[6]    He aquí algunos textos del Nuevo Testamento en que el verbo anapauo y sus derivados es empleado en sentido de descanso o satisfacción moral, y no en el de cesar toda actividad:

     Mateo 11. 28, 29 «Yo os haré descansar» (anapauo).

     Marcos 6. 31 «Descansad aquí un poco» (anapauo).

     Lucas 12. 10 «Repósate, come, bebe, huélgate» (anapauo).

     1 Co 16. 18 «Recrearon mi espíritu en el Señor» (anapauo).

     2 Co 7. 13 «Que haya sido recreado mi espíritu» (anapauo).

     Filemón 7 «Recrearon las entrañas de muchos» (anapauo).

     Filemón 20 «Recrea mis entrañas» (anapauo).

     Apocalipsis 14. 13 «Bienaventurados los que de aquí en adelante mueren en el Señor, sí dice el Espíritu, anapausontai de sus trabajos.»

     Todas estas referencias de la palabra anapauo confirman bien el tantas veces citado texto de Filipenses 1. 23, 24, donde se expresa claramente que ser desatado y estar con Cristo no significa quedar inconsciente, sino gozar de un alivio de los trabajos y sinsabores humanos y entrar en una vida más satisfactoria y más completa que aquella que gozamos en la Tierra, y en tal sentido es que puede declarar el apóstol: «es mucho mejor...»

[7]    La palabra «fue» demuestra con claridad lo equivocado de esta interpretación, que se tratara de la obra del Espíritu Santo en los corazones de los desobedientes en los días de Noé, pues expresa un tiempo determinado posterior a la muerte de Jesús.

[8]    Reina y Valera tradujeron «no me toques», siguiendo la equivocada versión de la Vulgata «noli me tangere». Pero un mejor conocimiento de los originales ha persuadido a los actuales traductores de la Biblia -tanto protestantes como católicos- a cambiar la equivocada expresión «no me toques» por la de «no me retengas», lo que concuerda mucho mejor con todo el contexto. Compárese la versión Reina - Valera 1909 con la revisada en 1960 por las Sociedades Bíblicas Unidas y la de 1977, que dice «suéltame», traduciendo aún mejor el sentido del texto griego al castellano.

Prs. Luis C. Ribón V. - Georgina C. de Ribón

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